Novela en proceso
No siempre todo es lo que parece.
Desde que me casé, a edad muy temprana, fueron sucediendo situaciones que pusieron en jaque mi resistencia.
Y aún cuando la soga llegara a límites insospechados de tensión, pude sostener mi entereza, con altísimos costos en mi desarrollo personal y autoestima.
Comenzada esa vida en pareja, ya conviviendo, la misma estuvo atravesada de numerosas intermediaciones de la familia de quien fuera mi compañero de ese tramo existencial, las que no siempre fueron adecuadas. Comencé a notar en ellos actitudes de intromisión.
Aunque aún no alcanzaba a discernir sus implicancias.
Durante la inaugural semana de haberme ido de la casa de mis padres, habitando una modesta casa alquilada en Cinco Saltos, en medio de casi la nada misma, dado el enorme baldío que la rodeaba, el primer sábado, el hermano de mi otrora marido lo invitó a salir solos, a lo cual, éste último me dio un rifle para defenderme en caso ocurriera algo. Creo nunca sentí más indefensión.
Llegué a tener horribles pesadillas.
En otra ocasión, otra vez el mismo cuñado vino a refugiarse unos instantes pues había hecho negocio con gitanos que lo perseguían.
Empecé a observar, angustiosamente tarde, que había diferencias abismales en los modos de actuar y ser de uno y otro, y de cada familia. Ya no podía volver atrás. Había enfrentado a mi papá para casarme. Él no quiso ser el padrino de la boda y dio su consentimiento a regañadientes. Hasta incluso había cedido afectuosamente, a último momento, ofreciendo costear una pequeña luna de miel en el lago, que mi compañero, unilateralmente, me instó a rechazar.
Ahora mi familia venía a visitarnos trayendo una caja de alimentos cada semana o semana de por medio, a modo de colaboración, para que no nos faltase nada. Había comprado nuestro juego de muebles para el cuarto, también una mesa.
Traje conmigo mi escritorio color caoba de soltera, el cual era denostado por mi pareja como si todo lo que viniese de mi familia, perdiera a sus ojos, valor ahora.
Así empezó a mis casi diecisiete un modo de vida caótico, cargado de enormes presiones laborales, estudiantiles, temporales, emocionales, que no obstante con una decidida actitud iba afrontando como podía.
De solamente estudiar en la casa de mis padres, y participar de algunas tareas hogareñas, pasé a cursar de noche en un colegio vespertino, alejada de mis anteriores compañeros de la secundaria, en un mundo adulto, cambiando de orientación y plan de estudios, y a trabajar de día en una panadería, organizando una casa, haciendo malabares entre tantas tareas.
Desde una idealizada versión del amor, vivía en una relación simbiótica, en la cual quien tenía mayor poder de decisión era el hombre. Así fui procrastinando mi deseo, mis deseos, mi propio universo. A eclipsar mis potencialidades. Y eso hoy lo sé: es falta de amor propio. Esas elecciones no fueron conscientes, al menos a esa edad. Sí, elegí irme muchos años después. Sí opté sobre como criar, cuidar y educar a nuestros hijos en varios aspectos, en ese devenir. Sí fui haciendo algunas elecciones en mis trabajos, aunque no todas las que tenía potencialidad para expandir.
Yendo a lo que fue el vínculo que me precedió, el de mi padre y madre, pude notar entre otras situaciones, con el tiempo que ellos también se casaron bastante tempranamente. Él, Enrique, con veintitrés años. Ella, Margarita, con diecinueve. Y que no fue su decisión cabal la de sellar ese compromiso de por vida. Iban a cortar tras 5 años de relación a la distancia, en la cual sólo se vieron 5 veces, con cartas de por medio, y a la merced de los dilatados tiempos del correo argentino de entonces. Y mi abuelo materno fijó su toque al presionar a mi padre con algo así como: -qué le estaría pasando, joven-. Y de la noche a la mañana el abuelo arregló, más bien decidió la boda. Sin ahondar en lo que sentían ellos realmente. Sin dar lugar a si esa era realmente su elección. Aspecto que, si bien mamá mencionó algunas veces solapadamente, recién hoy, tras largos periodos de angustia y ansiedad, puede reconocer abiertamente. Y agradece a la vida igualmente todo como fue: la llegada de sus hijos, y todos los cuidados que le prodigó papá.
Esa relación de mis padres estuvo signada por dolorosos episodios de distanciamientos y silencios abismales, al interior del hogar, en él que como hija mayor me vi envuelta toda mi infancia.
Papá cada tanto hacía unas considerables escenas de celos a mi madre. Sea por una mirada fugaz, sea por la expresión de alguien, o por el acercamiento casual de determinadas personas. En cada pelea mi mamá aplicaba lo que hoy se llama la ley de hielo, como mecanismo de autodefensa. Y la que iba desenredando los nudos de ese tejido de dichos, entredichos, silencios y marañas, era yo.
Mi abuela materna, única de todos mis abuelos que llegué a conocer y en cuya casa crecí hasta los nueve años, le decía a mi madre: -menos mal alguien le ponía el cascabel al gato-, refiriéndose a mí, una niña, cuando decía lo que pensaba.
El tema radicaba en algo más en cuanto a mi madre, antes de esa venida de papá desde Buenos Aires, en la que él viajaba con intención de terminar definitivamente la relación. Melló la voz del abuelo, y el afecto de mi abuela por papá. Mamá, había sido electa reina de la manzana del Alto Valle, cuando esa fiesta era aún regional. Iba a muchos bailes, acompañada de su madre, como solía ocurrir por los finales de los cincuenta y los sesenta. Algunos hombres la pretendían, entre ellos el hijo de una reconocida familia cipoleña, de religión judía, y amigo de un tío materno. Papá se había enterado, a la distancia aparentemente por la misiva de algún familiar suyo, vecino de mi madre. Y vino, a arreglar los tantos. Ese trance fue medular como conflicto siempre presente entre mis padres. Siempre volvía a la convivencia familiar. Conocerlo, desmenuzarlo en terapias, a lo largo de los años, y en la finalización de mis relaciones amorosas cuando terminaban, permitió armar las piezas del rompecabezas familiar de sentires y pensamientos, entendiendo por qué en mi vida vincular aparecían las mismas elecciones, con matices algo diferentes, aunque la misma matriz.
Hablarlo ahora, a sus 82 años, para mamá resultó liberador. Desovillar ese enredo para mí ha sido revelador e integrador. Reconocer las antiguas cicatrices, tornarles un bálsamo de afectuosas nuevas miradas posibilita abrazar la vida con nuevos lentes, con una renovada conciencia y madurez, retomando con nueva entereza el eje de la vida.
Marie
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