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Marie

MIS ANCESTROS ALEMANES DEL VOLGA

Una raíz y dos desplazamientos masivos.


Ensayo


Soy descendiente de alemanes del Volga, un pueblo que cruzó fronteras y extensos cursos de aguas, a lo ancho del mundo, al menos dos veces, en arduos recorridos en los que murió el diez por ciento del grupo.


Esta gente se veía sometida a un servicio militar de larga duración en Alemania, a la persecución religiosa, a altos impuestos, y querían escapar de la devastación de la Guerra de los siete años (1756-1763) que los había dejado en la pobreza extrema, y con una grave escasez de tierra.


A fines del siglo XVIII y comienzos del siguiente, vivenciaron la encrucijada de partir como legionarios a lugares donde se llevaban a cabo guerras independentistas como ocurría en América del Norte, o emigrar a Rusia lo que se produciría en dos oleadas.


La primera corriente migratoria ocurrió cuando la Emperatriz Catalina II la Grande, alemana, aunque rusa por adopción, fomentó la inmigración a los territorios ubicados a ambos lados, al centro y sobre todo al sur del río Volga para que trabajen y modernicen esos terrenos. Buscaba renovar métodos agrícolas en su país. Luego otra oleada llegaría a las costas del Mar Negro, Odessa, Crimea y mar de Azov.


En su migración, mantuvieron su condición de alemanes en cuanto a sus costumbres y lengua al trasladarse a Rusia, por un edicto imperial que les prometía en forma perpetua practicar libremente su religión y autogestionarse viviendo en agrupamientos, lo cual en realidad duró solo un siglo. En ese lapso perdieron contacto con su país de origen.


Luego, a su llegada y primeros tiempos en Argentina, como colectividad también habitaron conforme a su idiosincrasia. Nominalmente se los llamaba “rusos”, aunque étnicamente no lo eran. Desde el punto de vista de lo que decía su pasaporte habían nacido en Rusia, por lo tanto, así se los registró administrativamente al ingreso a este país. Y por ello sus descendientes solo podrían tramitar la ciudadanía rusa.


En 1762 se abolió el servicio militar obligatorio de siete años activos más nueve de otras tareas en reserva, en Rusia. A los alemanes se les prometió su exención. Aunque la recluta mutó a los campos, como fuerza de trabajo.


En mi familia, por ambas líneas, paterna y materna, hubo al menos dos o más generaciones nacidas en tierras rusas, con inviernos de seis meses de duración, con temperaturas entre veinte y treinta grados bajo cero, y el río helado en ese lapso. Otras familias vivieron en esas pequeñas agrupaciones aldeanas, en un periodo que va de 1764 a 1863, que se extendió a 1872, por una prórroga que se les concedió.


Cultivaron, centeno, trigo y lino, y se dedicaron al telar. Trabajaron gusanos de seda y produjeron maquinarias.

Los primeros tres años fueron los más duros. El primero, para construir sus viviendas, desmontar terrenos y acumular leña seca. El segundo, no pudieron sembrar por la falta de semillas. En el tercero, consiguieron semillas, aunque no eran de buena calidad.  Tenían como vecinos a los kirguises, pastores nómadas, que robaban, eran sanguinarios y de bajos instintos.


La papa llevada de América junto con las harinas que producían componía la base de su alimentación.

El veinticinco por ciento de lo cosechado iba a un fondo común de emergencias, ante un eventual fracaso de la recolección u otro contratiempo.


La emperatriz se desentendió de ellos. Al llegar a destino, no estaban las casas prometidas debiendo muchos de ellos dormir en cuevas hasta construir sus modestas cabañas, en ese clima estepario asperísimo, viviendo con sus maestros, pastores y órganos de gestión. Como prerrogativa apenas conservaron sus costumbres y evitaron el servicio militar. Accedieron a la tierra en arrendamiento, y unos pocos a su propiedad. Solo la casa y quinta fue de su pertenencia para algunos.


Atesoraron sus prácticas religiosas, tanto protestantes como católicas, trasladando sus plegarias a cada nueva generación, aunque separados los primeros al norte, y los otros al sur.


En Saratov habían creado una instancia judicial protectiva ante los numerosos incumplimientos de promesas u hostilidades.


Con nieve recogida fabricaban heladeras rústicas protegidas con paja, albergadas en sótanos para el verano.


En 1864 se intentó la rusificación de los volguenses con la educación homogeneizada en el idioma. En su tránsito por el Volga habían ido diversificándose en variados dialectos.

Luego de cien años de cuantiosas promesas vulneradas y volviendo el servicio militar, con la imposibilidad de la mayoría de acceder al desarrollo de otros oficios y profesiones, volvieron a migrar.


Los que permanecieron en Rusia durante el mandato de Stalin fueron deportados en gulags (campos de trabajos forzados), experimentando el genocidio; y los pocos sobrevivientes emigraron a Alemania, únicos a los que, por la Ley de retorno alemán, pudieron garantizarse la ciudadanía alemana, si probaban ser refugiados o expulsados de origen étnico germano, o un familiar; concesión que se restringió en la década de mil novecientos noventa.


Sin espadas, ni formación militar, ellos, en su mayoría, no participaron de las dos grandes guerras que flagelarían al mundo en la primera mitad del siglo veinte. Algunos los llaman “los alemanes que han sufrido, no los que han hecho sufrir…”


En el SXIX se embarcaron masivamente a Argentina y a otros estados de América, como Chile y Brasil. Para ello hicieron un largo cruce con trineos por el río Volga congelado, otra parte en tren, y luego en buques. Habían adoptado ropa rusa por el frío, de aspecto antiguo, y transformado tanto sus dialectos al punto que mucho distaban del alemán original. Un sinnúmero de paisajes albergaba en sus retinas. En sus proezas no había escudos ni títulos, solo la búsqueda de paz.


Buscaron proseguir la actividad desarrollada en Europa, la agricultura, siendo empleados o encargados, y en pocas instancias propietarios. Procuraban sólo la cantidad de tierra necesaria para trabajar.

La mayoría vino con su familia completa a diferencia de otros grupos de inmigrantes.

Familias casi siempre numerosas, se concentraron principalmente, al inicio, en Chaco, Entre Ríos, Santa Fe y sobre la Pampa Húmeda.


En cuanto a la tierra, que araron y cultivaron abundantemente, o no pudieron adquirir terrenos, o no tenían la intención de concentrarlas que caracterizaba a otras comunidades. Algunos rechazaron ofertas por el temor a no poder pagarlos o no contar con suficiente mano de obra, otros malvendieron campos, que obtuvieron tras años de trabajarlos, yendo a las urbes a realizar actividades secundarias y terciarias que no eran su fuerte.


Además, las leyes en Argentina dejaron una buena parte de las tierras que habían sido designadas para alquilárselas a estos grupos hasta tanto pudieran pagarlas, en manos de gente especuladora que había hecho sus arreglos, y no de los trabajadores. Así figura en numerosa documentación de la época. Estos alquilaron y labraron las mismas sin acceder a ellas. Experimentaron alguna que otra picardía criolla, en manos de quienes fueran por estos lares expertos en el desmonte, los que, en vez de quitar los troncos de raíz, los dejaban casi rasantes, disimulados con un manojo de tierra, y rompían los arados.


Fundaron las primeras cooperativas de trabajo.


Desarrollaron el bilingüismo con sus hijos para que pudieran comunicarse en cada contexto, y garantizar la vida corriente extrafamiliar. De ello puedo dar fe, en tanto mi padre que nació en Argentina como decimotercer hijo de Juan Fritz, oriundo de Rusia y de Apolonia Dietrich, nacida aquí, hasta los 6 años solo hablaba la lengua materna alemana, y fue para poder desenvolverse en la vida escolar cuando tuvo que aprender el castellano, según relataba.


Conservo anécdotas significativas y algunas divertidas de mi abuela materna, Catalina Getz. Ella nació en Argentina, fue a la escuela pública, aprendió a escribir y leer en castellano. Le leía los diarios a su padre, analfabeto, quien disfrutaba esas lecturas. Cuando en el barrio en que nací, repleto de familias descendientes de alemanes del Volga, en Cipolletti, se reunían en casa de la Abu, las vecinas hablaban uno u otro idioma según querían o no que sus familiares fuéramos partícipes de lo dicho.


También recuerdo haber visto cartas escritas de la Oma Cata empezadas en alemán y culminadas en castellano, en las cuales ella me pedía observara su ortografía. Así fluía el bilingüismo.


En cuanto a la personalidad alemana, hay ciertas características o semblantes persistentes como su laboriosidad, cumplidores del deber, muy eficientes, honestos, ordenados y disciplinados; y una sensación de incompletud en lo inherente a la construcción de su subjetividad dada la larga data de fragmentaciones que sufrió su nación hasta alcanzar a ser un estado, más las guerras y periplos. En Rusia se habían sentido apátridas, una suerte de extranjeros en la tierra de sus amores, durante ese siglo de permanencia, por las faltas burocráticas rusas. En Argentina cantaban por los caminos, y ponían ilimitadas horas a su labor.


Nietzsche decía que “el alma alemana oculta pasillos y más pasillos que se intercomunican, cavernas, escondrijos y mazmorras… algo fascinante, y de lo misterioso…”


Sus comidas típicas conformaron todo un arte culinario. Se destacan:  “Brout Kleis” (chucrut con pan seco o de días remojado en leche, huevos y pasas de uvas); “Kartoffel und  Klös” (papas con ñoquis o masa de harina de corte irregular, servidas con crema o salteadas en aceite y tostaditas en manteca, entre otras variantes); “Kraut und Brei”(chucrut con puré, acompañado de chorizo  artesanal, salchicha casera o tocino); “Bräten in Offen” (carnes de vaca o pollo y papas asadas al horno de leña, sabrosamente condimentadas);  “Kees warenik” (una suerte de canelones o a veces con forma de empanaditas rellenos de zapallo, manzanas cortadas en dados, crema, ricota y pasas de uva); “Strudel” en su versión salada, salteado en manteca o aceite con croutons; diversas variantes  de fideos llamados “Nudel”; “Damfnudel” (pasta en esferas grandes al vapor); y distintas sopas como la “Hingell-Supp”, de gallina o “Nudel Supp” de caldo de gallina con fideos caseros.


En repostería sobresalen: diferentes tipos de “Strudel” (masa crocante y tan finita que al extenderla cual papel de calcar dejaría leer hasta una carta de amor diría mi abuela, la Oma Cata), rellena de manzana con azúcar, pasas, y nueces; “Riwwel Kuchen” torta con masa, caramelo hecho con leche y harina de maíz, más crumbles o Riwwel (mezcla de harina, azúcar, manteca o huevo); “Kreppel” (algo similar a la torta frita, aunque a base de leche cuajada), y la torta de los ochenta golpes. En Argentina acogieron el mate.

Producían orejones de duraznos y ciruelas.


La casa, si bien no fue uniforme para todos los migrados volguenses, predominó en su forma rectangular, con entrada por el costado, ventanas a la calle, un solo techo o a dos aguas, una gran galería central o comedor, con un excusado en los inicios, es decir el baño afuera.


La mayoría vivía en campos o chacras. Con galpones, gallineros, quinta y un sector para el aprovisionamiento de leña. La economía doméstica predominante era la de subsistencia.

En el trabajo rural usaban las chatas o carros rusos negros, modestos medios de traslado, elaborados al principio, por dos herreros carreteros, suizo y suavo, que luego se asociaron, y después por artesanos; más arados. Las chatas eran inseparables de los nuevos aldeanos.


Lo de bautizar al séptimo hijo varón con el nombre del presidente provino de una usanza rusa que trajeron a Argentina, en la creencia de protegerlo de transformarse en lobizón, inaugurada con el hijo de la familia Brost-Holmann, que se adoptó por decreto en el tercer gobierno de Perón, extendiéndose años más tarde también a la séptima hija mujer y a otros credos. Persistió en el tiempo a la actualidad. También hay investigaciones que refieren que los guaraníes guardaban por estos lugares la misma creencia, según se revela en su mitología.


En Argentina 3.500.000 de sus pobladores descienden de alemanes principalmente volguenses, con una gran dispersión, según el último censo.


Recuerdo de familias cercanas que habitaron en el Barrio hoy denominado Almirante Brown en mi localidad natal, Cipolletti los siguientes apellidos: Dietrich, Schneider, Gebell, Bonnet, Reibold, Reising, Schmidt, Guinder y en otros barrios Reinhart, Reeb, Schetel, Eberhardt, Pascal, Bascal, Guitlein y Kloberdanz. Siempre buscaron estar próximos.

Los de mi familia: Fritz, Dietrich, Homann, Getz, y en la línea de ancestros: Hilsendeguer, Kloc y Kailer.


Su norte fue siempre la búsqueda de libertad, sustento y mejor calidad de vida, con una profunda disposición al trabajo. Hoy sustancian el entramado pluricultural de estos territorios.


                                                             Marie.


En este ensayo, que lleva años de anotaciones, investigaciones, lecturas, vivencias, relatos familiares, borradores, y la construcción del árbol genealógico ancestral, hay alusiones recreadas de al menos tres fuentes:

"Los abuelos alemanes del Volga", de Alberto Sarramone, Editorial Biblos, 1997; textos en la web en Wikipedia y otros sitios, más Estudios de Sociolingüística sobre los Alemanes del Volga explorados en la gran red virtual (Ruso en el habla de los lemanes del Volga en Argentina, Logos VOl.29 N°1, La Serena, Junio de 2019).

 

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